La 2ª Guerra Mundial, que demolió dos hegemonías
emergentes (la Alemania nazi y el Japón imperial), dio a luz, en un estallido
atómico, otras dos hegemonías (EE.UU. y la URSS) que eran mutuamente
excluyentes. Todo el resto del mundo debió alinearse tras ambas potencias, que
ahora eran nucleares. Se inauguraba la “Guerra Fría”. El excesivo y costoso
arsenal nuclear que fueron acumulando las disuadía del enfrentamiento directo so
pena de asegurar la destrucción mutua. El conflicto fue peleado en las confines
de ambos imperios (Corea, Indonesia, Vietnam, Chile…). EE.UU empleaba a la CIA
y los Marines, y sus designados enemigos eran los partidos comunistas locales.
Aquél suponía que éstos actuaban como ejecutores del expansionismo soviético
Tanto la religión como la codicia estaban detrás de la
tendencia hegemónica de ambas potencias. EE.UU. se imaginaba a sí mismo como el
elegido instrumento divino destinado a acabar con el Mal –el comunismo–, según
la maniquea concepción del enquistado protestantismo calvinista, para inaugurar
mil años de paz y amor, en un conflicto escatológico-apocalíptico que había
comenzado con la soberbia de Luzbel y que la 1ª venida del Cristo mesiánico no
había logrado concluir, a pesar de toda la teología paulina. Por su parte, la
URSS, también milenarista, había heredado la zarista misión de erigirse en
protector del cristianismo ortodoxo, esta vez transformado en el comunismo
universal.
La Ilustración había prometido la emancipación
humana a través de la ciencia y de su hija, la tecnología. El mundo occidental,
después de la revolución burguesa, optó por el capital privado (concentrado en una
pequeña minoría), el libre mercado (manipulado por enormes corporaciones transnacionales)
y la libre empresa (dependiente de dichas corporaciones) como impulsor del crecimiento
económico que explotaba el trabajo y la naturaleza. Oriente, en cambio, tras la
revolución marxista, prefirió el capital estatal, la planificación central y la
empresa estatal.
Cambiando la finalidad militar desde defensa
nacional hacia policía política y manteniendo la verticalidad del mando y la
disciplina militar, EE.UU. elaboró una nueva ‘doctrina de seguridad nacional’ a
partir de la práctica francesa del combate contra los independentistas
indochinos y argelinos basaba en la tortura y el amedrentamiento, al margen de
la Convención de Ginebra, y así exterminar los focos subversivos. La escalada
en crueldad estaba en relación directa al poder del mismo modo que el dorado de
los uniformes militares lo estaba a la inhumanidad absoluta. El grafiti
“YAKARTA” pintado en las paredes durante la UP evocaba el golpe de estado de
1966, en Indonesia, patrocinado por la CIA, por el cual se aniquiló al partido
comunista indonesio, torturando y asesinando 1 millón de ciudadanos, y era una
advertencia.
EE.UU. preparó a sus aliados para esta guerra
subversiva, instituyendo la Escuela de las Américas para formar a la
oficialidad de los ejércitos de sus aliados latinoamericanos para la guerra
interna contra los partidos comunistas locales. En las narices de la cándida civilidad
latinoamericana miles de oficiales fueron adoctrinados en propaganda
anticomunista e instruidos en tortura, amedrentamiento masivo y aniquilación de
sus enemigos. A argentinos, brasileños, chilenos, uruguayos les resultó
incomprensible que los que habían aparecido tradicionalmente como honorables,
caballerosos y dignos uniformados fueran en realidad tan sanguinarios y crueles
como los agentes de la Gestapo nazi.
La derecha chilena estaba consolidada como
oligarquía étnicamente diferenciada desde que Pedro de Valdivia y sus
compañeros castellanos vencieran a los ingenuos y pacíficos indígenas, el 11 de
septiembre de 1541, se apropiaran de sus vidas y haciendas por los eones que
siguieran e impusieran la medieval Pax
Castellana. Creía firmemente que el pueblo, catalogado como flojo, borracho
e ignorante, era naturalmente incapaz de gobernarse por sí mismo, necesitando una autoridad superior,
aristocrática según sus términos oligárquicos, y que fuera paternalista y
benevolente según los términos católicos. Ello no obstaba que, tal como en el
pasado sus antepasados aplastaran con brutal fuerza los alzamientos indígenas de
Arauco, esta derecha estuviera dispuesta a aferrarse con uñas y dientes a sus
privilegios según la tradición, la propiedad y la familia (es decir, el linaje).
En el marco de la propaganda anticomunista estadounidense,
que lavaba sus provincianos cerebros, resultó natural la alianza entre la
oligarquía y los militares, como tantas otras veces ocurriera en el pasado,
aunque sin tanta ideología anticomunista. Los “UPelientos” (trato dado por la
prensa amarilla de derecha a los partidarios de la UP) eran para la derecha solo
indios alzados, y ésta proyectó en aquellos el objeto de todos sus miedos,
rencores y odios; necesitaba creer el infundio del “Plan Z”, inicua creación del
historiador Gonzalo Vial.
La tragedia humana que siguió, a partir del 11 de septiembre
de 1973, tuvo visos de comedia de errores. La UP, que había llegado al gobierno
con solo 1/3 de los votos y era minoría en el congreso, pretendió llevar a cabo
profundas reformas sociales y económicas anti-oligárquicas y antiimperialistas
que colisionaban frontalmente con una oposición cada vez más poderosa, mientras
que parte importante de sus partidarios se desplazaba hacia la ultraizquierda. Los
militares siguieron en realidad las directivas de una potencia extranjera y no
las de las autoridades legítimamente elegidas, lo que constituyó una verdadera
traición a la patria. La UP, que perseguía la justicia social proyectando la
democracia hacia sus límites políticos, se vio involuntariamente envuelta en la
Guerra fría y fue brutalmente desmembrada. Los mismos militares que la derecha
aduló como héroes que liberaron al país de las garras del comunismo fueron
acusados por el resto como asesinos violadores de los DD.HH. y ejecutores de
terrorismo de Estado, y fueron condenados por la justicia como criminales. El
independiente poder judicial prefirió omitirse cobardemente de juzgar los
peores crímenes cometidos en toda la historia republicana chilena. La dictadura
entronizó el neoliberalismo que predicaban los Chicago Boys, reforzando los
privilegios de la oligarquía a límites que solo se conocían antes de 1925 y
economismizando todas las relaciones humanas. Quien tocó en suerte liderar la represiva
dictadura cívico-militar con rumbo reaccionario fue el general más fanático,
simplón, cazurro, ambicioso y abusivo de las FF.AA. chilenas. Solo el cardenal
Silva Henríquez sacó la cara por los perseguidos.